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Reportaje:LAS COLECCIONES DE EL PAÍS

Las mujeres de Mizoguchi

Mañana, con EL PAÍS, por 9,95 euros, 'La emperatriz Yang Kwei-fei'

Javier Ocaña

En determinadas ocasiones, la experiencia vital, las caídas en el barro y los reveses del destino marcan de tal forma la personalidad del creador, que su obra queda irremediablemente impregnada de un personalísimo poso de reivindicación social. Es el caso de Kenji Mizoguchi (1898-1956), integrante de la santísima trinidad del cine japonés junto a Akira Kurosawa, aguerrido y perfeccionista, y Yasujiro Ozu, delicado y apacible.

Mizoguchi, misterioso y reivindicativo, vivió desde niño la penosa costumbre paternal de zurrar a su madre, además de ver cómo ante las dificultades económicas familiares su hermana era vendida como geisha. De modo que, llegado el momento de hacer cine tras iniciarse en la pintura, la sangrante situación de la mujer en la sociedad japonesa se iba a convertir en el centro de su obra.

El director vio cómo era maltratada su madre y reflejó la degradación

Como en la sensacional película La emperatriz Yang Kwei-fei, dolorosa fábula de corte histórico, realizada en 1955, marcada por la utilización del sexo femenino como elemento de arribismo político, y por el sacrificio físico y amoroso de una dama surgida más allá de la vida y de la muerte.

Mizoguchi habla desde el pasado para saldar cuentas con el presente, no sólo por la degradante situación de las mujeres, sino también por la lamentable corrupción política. De hecho, alguna de las frases pronunciadas por los intrigantes palaciegos no puede tener más actualidad: "¿Por qué no me envía a su pueblo? En la ciudad es difícil ser rico y famoso, pero allí podría ser funcionario. Aceptaría sobornos y en poco tiempo conseguiría suficiente dinero".

Ambientada en la China del siglo VIII, e inspirada en el reinado del emperador Hsuan Tsung, fundador de la primera academia musical del país y amante de la cultura, La emperatriz Yang Kwei-fei está narrada a través de una larga escena retrospectiva, introducida tras un desconsolado prólogo, y culminada con un mágico, romántico y demoledor epílogo, subrayada por una fotografía casi tenebrista. Entremedias, el autor de Cuentos de la luna pálida introduce una de esas historias de amor surgidas del recuerdo de una pasión primigenia que se repite a través de los tiempos. En la línea de Laura (Otto Preminger, 1944) o Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), pero con una gran diferencia: mientras éstas se basan en un deseo puramente físico, el relato del japonés reside en un deseo casi místico; el emperador no busca en una nueva mujer la figura de su esposa fallecida, sino su bondadoso corazón, lo que la hace enlazar con Jennie (William Dieterle, 1948), otra cúspide del romanticismo sobrenatural. Desconocido por buena parte de los cinéfilos de hoy, Mizoguchi es un tótem a descubrir, un sutil artista del cine protesta.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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